sábado, 22 de marzo de 2014

El árbol de Navidad

   
    La navidad era en ese diminuto y sencillo pero acogedor hogar un evento singular, no de un día al año sino de todo un mes. El espíritu navideño ya se sentía al iniciar el mes, se percibía en el aire, se olía en la brisa ese sutil aroma a flor de coco que parecía acariciar a su paso.
    Cada año se preparaban con lo mejor que tenían, las mejores ropas, la comida, menú escogido para cada navidad, la música, el arbolito.
    Para adornar el arbolito, en diminutivo solo en vano ya que medía un par de metros de altura, se dedicaba toda una tarde o noche, con música de fondo, risas y esa satisfacción indescriptible al sentarse a ver la obra terminada. Para variar un año era adornado solo con rojo, otro con dorado, otro con verde o con los tres, colores típicos de la navidad.
   Era esta una mezcla de culturas, un árbol grande, alto y tupido, aunque artificial por cuestiones climáticas, que la mayoría no poseía por no ser el centro de importancia navideña según la tradición del lugar; abajo un montón de algodón cubría la base simulando ser nieve, al lado, aunque antónimas a la ficticia nieve, una o dos flores de coco que embriagaban el aire del hogar. Un par de turrones, unos regalos coquetos bien envueltos que a veces eran todas las cosas que se habían comprado últimamente sin importar que fuere, sólo por tener una bella cantidad de presentes allí. La hija era quien desde pequeña, al comienzo muy torpemente, se encargaba de envolver todo lo que hallara a su paso, era su pasatiempo de fin de año. 
    La casa se adornaba con más rojo, con velas y piñas de pino, con globos multicolores colgados en la puerta de la entrada, dando la bienvenida a ese distinguido espíritu de la navidad.
    Algunos podrían pensar que esto de la navidad era solo un invento comercial, pero ellas no. Ellas esperaban once meses al año para ese mágico mes, mes en que todo el mundo se ve más alegre, más amable y servicial, ¡ojalá fuera así durante el año todo!
    El menú escogido ya estaba en el horno, el pollo, la carne, las papas, las zanahorias y cebollas con la salsa secreta de algún antepasado de la madre o quizás era un invento de su vasta creatividad.
    Las ropas ya estaban planchadas y tendidas, los zapatos brillantes, era ya hora de prepararse para ese momento ideal.
    El cabello, el maquillaje, el perfume, los zapatos de tacos altos, las medias, todo listo para sentarse a disfrutar de la cena singular.
    La mejor vajilla que poseían estaba ya en la mesa para ellas dos, la vela roja encendida, el mantel temático extendido en la modesta mesa, los villancicos sonando distinguidamente.
    Todo podía ser limitado excepto esa alegría que rebosaba en sus corazones y se notaba en sus brillantes ojos.
    Así los años transcurrieron hasta que surgió una variación en la rutina, la magia se escapó momentáneamente. Era una ya la que armaba todo, intentando aferrarse a lo que creía, a la convicción y tradición con la que había crecido, al igual que sus padres, y los padres de estos.
    Estaba allí erguido el mismo árbol, las mismas luces, las mismas guirnaldas, pero simplemente no era lo mismo sin la otra. No se escuchaba ya el barullo ni la música, ni las risas, ni se olía la comida cocinándose en el horno. Todo estaba calmo, muy calmo, no era ya lo mismo, se había escapado la magia.
    Al volver al hogar callado, en vez del aire embriagador de flor de coco, hedía un olor a planta vieja por haberla dejado ya mucho tiempo, había enmohecido el piso dejando una mancha.
    En silencio, mirando alrededor, tragando lentamente la saliva, se dirigía al árbol a desarmarlo, ya sin música y sin risas, solo en calma, sabiendo que su compañera de aventuras ya no estaba, estaba lejos, y se aferraba a los buenos momentos compartidos, y eso la hacía sonreír de vez en cuando recordando esas navidades en las que junto a ese árbol había sido tan feliz.

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