El ser humano de por sí, a pesar de su encanto
fisiológico desde el punto de vista científico, es un error de la creación.
Usa, sí, sus defectos para alcanzar sus metas, como por ejemplo la avaricia
para seguir obteniendo del jugoso valor adquisitivo sin compartirlo, las
inseguridades para no confiar en nadie y aprender a valerse por sí mismo, sí,
sí, no todo está perdido, hay pocos y bellos ejemplos que dar para describir el
famoso vaso medio lleno.
Cómo se le llama, con una sola palabra a la persona que
lo tiene todo, todo lo que siempre soñó y ni pensó que lo disfrutaría en carne
propia en esta vida, una persona que teniéndolo todo no es feliz y critica lo
que aún le falta siendo más lo que le sobra, cómo se le llama a alguien así,
podría ser “malagradecido” pero no, se le llama “humano”.
La palabra “humanidad” (cualidad del humano), siempre fue
relacionada con el lado bello de su semántica, qué tierno, pero según recuerdo
la misma palabra es utilizada en contextos que permiten narrar su historia, no
siempre como víctima, sino que también como causante de daños irreparables.
La humanidad es aquella que lleva a uno a quejarse por
una interminable lista de banales detalles que teniéndolos al alcance de la
mano, no significarían necesariamente la felicidad del portador.
Con esta reflexión no intento verle el lado “arcoíris” de
la vida, sino todo lo contrario, la ingratitud del hombre.
Cada quien sabe qué le hace feliz, sin darse cuenta que lo
tiene en su vida, día a día, y ¿qué hace?, se queja, en vez de disfrutar de lo
que ya tiene. Y luego viene el dichoso karma del universo, nos saca aquello que
nos hace felices pero que no supimos valorar, y que hasta que lo perdemos ni
siquiera nos damos cuenta de su importancia.
Supongamos que mi felicidad está en una taza de café con
un croissant, nada podría hacerme más feliz que algo tan simple como eso, ni
siquiera un millón de dólares, pensándolo bien, con ese dinero podría comprar
muchas tazas de café… como decía, esa es mi felicidad, todos los días los consumo
pero no los disfruto y los doy por sentado, hasta que un día por una situación
ajena a la ingesta, temporalmente me los prohíben. Las horas se vuelven más
lentas, en todas partes huelo café, en las redes sociales todos mis amigos
están tomando café, etc., y en ese momento clave me doy cuenta de que no lo
valoré cuando lo podía consumir y que daría lo que fuera por volver a
saborearlo.
Así mismo nos sucede con las relaciones interpersonales
del tipo que sea, con amigos, con familiares, con la pareja, damos por sentado
que lo que nos ocurre a nosotros es más relevante y que al fin y al postre
ellos estarán ahí siempre para nosotros, no medimos las consecuencias de
nuestros actos y a veces terminamos perdiendo más de lo que podríamos imaginar.
Una relación no solo se ve rota porque una de las partes decide alejarse,
también está presente en la vida de cada uno un factor indispensable, invisible
y fácil de olvidar: el tiempo. El tiempo se agota, los días pasan y los años
vuelan y cuando nos damos cuenta de todo lo que podíamos aprovechar tan solo dando
un minuto de nuestra apretada agenda, es demasiado tarde.
Tuve hace poco una dinámica en una clase, me pusieron
frente a una compañera a quien en un minuto debía decirle lo que sentía hacia
ella, más allá de la incomodidad de la situación, fue impresionante lo largo que
puede ser un minuto y cómo invirtiendo uno solo de nuestras 24 horas diarias,
podríamos hacer el día del otro.
Esta reflexión no significa una epifanía, que al estilo
película hollywoodense, terminaré con un final feliz haciendo solo lo que es
correcto porque aprendí mi lección, pero al menos, después de pensar y analizar
esto, veo la luz al final del túnel, y no, no es un tren por suerte, es la
lamparita que se me prendió en la cabeza para realizar algunas notorias
enmiendas a la rutina de la que tiendo a aburrirme.
Nos quejamos de la rutina que llevamos y nos olvidamos de
que esa rutina nos identifica, es quienes somos, es una pequeña nación, con lo
que su concepto conlleva, dentro nuestro; nos despertamos a la hora que nos
queda mejor para realizar nuestras actividades, nos alimentamos de aquello que
nos gusta y hace bien (no tendría mucho sentido consumir algo que nos desagrade
o nos de alergias), vivimos con quienes elegimos, vemos los programas o
películas que van con nuestra personalidad, leemos solo lo que nos interesa,
decoramos nuestro hogar con los colores que nos plazcan, escuchamos música de
nuestro agrado y usamos el champú que le va a nuestro tipo de cabello. Somos
cada uno de nosotros una nación, con sus propias leyes, principios, deberes,
derechos y por más de que las demás naciones no lo sepan entender o apreciar,
defendemos a capa y espada nuestra soberanía, de la cual nos sentamos al final
del día a quejarnos.
Hagamos que nuestra vida, nación, hogar, insisto, nación
en el sentido que acabé de inventar; sea de nuestro agrado, y dejemos de elevar
críticas destructivas a aquello que con tanto esfuerzo y tal vez sacrificio nos
costó conseguir, y, si luego de un exhaustivo análisis hay algo que nos
desagrada, pues cambiémoslo, no es el fin del mundo. El tiempo vuela y hoy en
un mundo acelerado, globalizado, contaminado y plagado de stress, lo único que
necesitamos es hallar nuestra felicidad en una taza de café con un croissant.