La vida en
sí en un juego de azar, una lotería y a veces pienso que hasta inclusive es un
juego de mesa que entretiene a unos seres superiores similares a los
integrantes del Olimpo, es la única explicación que le encuentro.
Entre mil oportunidades
que tenemos, de ellas en el mayor de los casos ni siquiera es para nuestro
beneficio, un simple ejemplo: conocer a la persona perfecta en el momento menos
apropiado de sus vidas. Una situación en la que hay más peros que vamos, en la
cual uno simplemente no puede dejarse llevar, dejar que todo fluya, volver a
ese carpe diem medieval por si mañana se nos acabara la vida.
Y deseo
decir tanto pero solo callo, y deseo expresar mucho, pero me limito a imaginar
y soñar como si fuera a suceder en la realidad, por lo menos se materializa en
mi mente y de alguna manera, en mis pensamientos más remotos realizo esa
catarsis que por cientos de razones diferentes no puedo llevarlas a cabo.
Sería
increíble, desafiante y excitante ser egoísta por tan solo un día y que no
importe nada más que experimentar todo aquello que está prohibido por barreras
mentales, sociales y hasta éticas. Ojalá, pero no.
Muchas
veces dudo del propósito de ciertas experiencias, supuestamente de cada de
ellas, ya sea mala o buena, algo se aprende. Tal vez ya estoy cansada de
aprender, harta de buscarle la moraleja cuando solo deseo disfrutar y ya.
Conoces a
ese ser ideal, a la representación física de esas virtudes y cualidades que has
almacenado mentalmente con el correr del tiempo: cuenta con el atractivo, es
interesante, inteligente, tiene sentido del humor, y no podría ser menos
oportuno. Justo allí cuando decidiste que no querías a nadie más en tu vida,
justo ahí cuando decidiste dedicarte tiempo a ti misma para culminar proyectos pendientes,
sueños que quedaron casi en el olvido; allí aparece él, sonriente y yo no puedo
evitar sonreírle también.
Qué
inoportuno, más que increíble, por lo menos una teoría sin fundamentos se
comprobó sola: él sí existe, tiene nombre y apellido, es de carne y hueso, y
sonríe de una forma en que ya ningún argumento es válido más que observarlo con
cara de tonta, fijándome en cada detalle de su rostro: el ceño fruncido cuando
relata las experiencias de su vida, las manos de largos y finos dedos que apoya
en su frente para expresar hartazgo o desagrado mientras narra sus historias,
la cabeza inclinada cuando me mira de tal manera que logra entrar directamente
a mi mente, esos dientes torcidos con los que sonríe y que simplemente me
encantan, adoro esa imperfección anatómica que le hace tan único, el tono de
voz del que se vale cuando el ambiente es apropiado para alcanzar aquello que
desea, y que yo, sin más remedio no puedo evitar.
Tiene
nombre y apellido, es de carne y hueso, es real, y su voz me estremece y su
piel huele a él y sus manos, al tacto, es lo único y todo lo que quiero sentir,
y esa conexión, esa química, esa electricidad que recorre mi ser, cuando me
mira, cuando me acaricia, cuando me besa, ¿por qué ahora?
Y pensaba
tal vez que besaría atrozmente, y allí tendría una razón para dejar de pensar
en él, evitar que me atrajera, echar todo por la borda; pero no. Su boca y la
mía hablan el mismo idioma, se entienden, se conectan, se fusionan y no existe
ya parámetro ni fundamento que pueda sostener para estar lejos de él.
Por unas
horas no pude pensar en nada más. Cuando iba a encontrarlo, sentí que el
corazón se me podría salir del pecho, las manos se me enfriaron abruptamente y
recuerdo inclusive hasta haber temblado un poco. No podía pensar claramente, y
era inevitable sonreír, indisimuladamente, haciéndole saber, sin voluntad, que
yo también había esperado tanto ese café que se convirtió en cena, y esa cena
que se convirtió en charla, y esa charla que se convirtió en química y contra
esa química, no tuve antídoto.
Él es un
hombre de aquellos que no se encuentran a la vuelta de la esquina, no es hombre
por los años vividos, es hombre por la actitud, y lo sabe, y eso atrae aún más.
Es un perfecto equilibrio entre seguridad, falta de modestia y un poco de
arrogancia; pero no, es imposible que eso moleste, porque le calza perfecto,
todo le queda a la medida: su sonrisa, el aroma que emana de su piel, sus
manos, su mirada, su voz y su seguridad desmedida.
Aun así, no
es arrogante, sabe opinar coherentemente, halagar con sutileza y a pesar de ser
tan hombre, a ratos no es más que un chiquillo entusiasmado con eso nuevo que
tanto quería, eso nuevo que le hago sentir, que no sé cómo logré porque no me
lo propuse, pero sé que es exactamente lo mismo que él me hace sentir.
Y ahí
estábamos, dos adolescentes que no pensaron en responsabilidades, en peros, en
las horas transcurridas, en el lugar, en nada más que en ellos dos, y fuimos
dos adolescentes que por primera vez nos comportamos así, actuamos como nunca
antes y nos dimos el lujo de pertenecernos, aunque sea por un breve momento.
Desde
aquella vez no lo volví a ver, supe de él y aún necesito saber de él. Luego de
partir todo volvió a la normalidad: las responsabilidades, el sentido común, el
razonamiento lógico; pero él, ¡ay!, él… él ya se me había impregnado hasta en
el alma, y aunque traté de disimularlo, de negarlo, ya era demasiado tarde,
porque él y sus dientes tocidos ya habían hecho suficiente para robarme
sonrisas y suspiros cuando se le diera la gana.
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