domingo, 26 de julio de 2015

Expectativa de vida


     Hoy por hoy vivimos más tiempo, supuestamente, debido al avance de la ciencia y la tecnología, (ya la gente no muere de peste ni tuberculosis), o en algunos casos se vive mucho menos que las generaciones pasadas (con todo y plagas e infecciones incluidas) debido a esa aceleración que no se detiene hasta que Dios dice basta y nos pone en un cajón.

    El mundo, hoy por hoy, sin importar en demasía el origen de uno y dejando de lado las diferencias culturales que distinguen a los seres humanos de entre sí; tiene expectativas. Las expectativas del ayer para la mujer era conseguir un buen esposo, trabajador y que sea un buen padre, que sepa brindar confort a su hogar; para el hombre era tener un buen trabajo que le permita sustentarse y tener una vida cómoda en la que pueda mantener a su esposa e hijos.

    Hoy en día, las maneras, costumbres o hasta esa palabra baúl, vaga y general “cosas”, cambiaron en demasía: se espera mucho de todos.

    Vivimos en una sociedad competitiva, en la que importa el mejor promedio, el mejor perfil laboral, estudiar en una universidad prestigiosa, conseguir un trabajo estable y bien remunerado, competir entre géneros, orígenes sociales, razas, entre otras características. Competimos en el día a día para lograr aquello que nos hará feliz. El problema principal radica en que nos enfocamos tanto en el cómo durante nuestras vidas, que perdemos de vista el qué.

    Hace unos días leí una frase en una de las redes sociales: “Hay quien espera toda la semana para que sea sábado, todo el año para que sea verano, toda la vida para ser feliz.”, y de pronto me tomó por sorpresa, no era una frase escogida al azar, es una frase que describe a la mayoría de las personas que conozco e inclusive, tristemente, me describe a mí.

    Hay tanto que quiero hacer, alcanzar, lograr, vivir que no vivo o me olvido de hacerlo. Vivo en un país donde la méritocracia sigue siendo el antibiótico en el medioevo, es así; se encuentra a siglos de ser descubierta y evitar mayores desgracias. Desanima bastante el hecho de que personas menos formadas que uno mismo obtengan sustanciosos salarios no merecidos, o hechos simples y sencillos como no poder estudiar un Master en la universidad que yo elija en mi propio país, debido a que mis circunstancias me limitan a esperar que alguna beca me permita hacerlo.

   Existe el eterno paradigma de: “dejo mi trabajo y me voy a ser un estudiante full time en el exterior”, que no es realista, ya que uno no debería de tener que elegir entre un derecho y una responsabilidad.

     La competitividad existe y yo me estoy quedando atrás, vivo sin vivir, sin alcanzar mis metas que me tracé algunos años atrás. Mientras en un país primermundista mueren de estrés y problemas cardiacos por no descansar y trabajar y estudiar mucho, acá morimos de inanición, de sed de educación y ya no podemos seguir culpando de nuestra realidad al Dr. Francia ni al Mcal. López, ni al que haya estado de turno diez años atrás.

    La culpable es esa cultura del “así nomás” de la que todos los doctos ofendidos se quejan en las redes sociales, como si fuera a cambiar algo. Todo se hace así nomás por acá: así nomás te medican, así nomás rendís un examen, así nomás conseguís favores por amigos de peso pesado, así nomás los perros hacen sus necesidades por la Avenida Carlos A. López y estás loca si te molesta, y así nomás circula la cloaca en todo el microcentro de Asunción, y así nomás no pasa el camión recolector a buscar la basura por días y así nomás me pasan los días y no puedo seguir un postgrado cuyos cálculos de pago son para petroleros en Dubái y probablemente deberían de cobrar en Dinar Kuwaití.
Son distintos los problemas de un país así y un país asá, pero caemos todos en el mismo problema, el eje central, el común denominador: vivimos sin vivir.

    Las expectativas son altas, hay muchísima competencia, y el estrés no se acaba con un doctorado, el trabajo soñado, la casa ideal ni la familia perfecta; simplemente no se detiene ahí.

  Podría afirmar que existe una generación que no se limita a las expectativas impuestas por la sociedad, sino que va más allá para auto infligirse más presión y más presión porque nada de lo que logra es suficiente.

    Si uno lee un libro de autoayuda para tratar de entender ese síntoma de estresado masoquista, es simplemente un idiota con baja autoestima; si se inclina por la metafísica y la ley de la atracción e intenta ser agradecido por lo que aún no tiene, es un hippie optimista; si uno se vuelca a la religión o a la creencia en un dios, sea cual fuere, es un patético sin vida propia; dicho sea de otra forma, el remedio tiene un precio demasiado alto: ser juzgado por la sociedad.

    Más de una persona con emociones aparentemente estables, afirma que no repara en las opiniones de los demás, pero si esto fuera cierto, el hombre sí sería una isla sin mayor preocupación. A todos en un grado menor o mayor le importa lo que la sociedad cree, espera y piensa de cada uno.

    Todo aquello que alguna vez fue valorado por generaciones anteriores, yace hoy en el olvido entre otros valores arcaicos que se borraron con las nuevas tendencias; por mencionar algunas: el amor, sí ese sentimiento inexplicable que hoy es ciencia, química, olfato, producto de un momento espontáneo, algo reciclable, algo que se desecha, y listo. Leí otra frase en las redes sociales, respuesta de un matrimonio que duró más de 65 años hasta que uno de los dos partió de este mundo, cuando se le pregunta cómo hicieron para durar tanto tiempo juntos, ella responde “vivíamos en una época en la que las cosas no se desechaban, se arreglaban”. Esta es la generación del “reciclemos sentimientos y agotemos los recursos no renovables”, irónico, ¿no? Luego, el tiempo de calidad invertido en familia. Me asusta observar a los integrantes de la sociedad elemental, sentados a la mesa, comiendo con el celular en la mano, con los auriculares puestos; padres haciendo de choferes a sus hijos sin el más mínimo tema de conversación, con la computadora prendida, frente a la televisión y simplemente ya no hay tiempo para hablar de nada. Otro tiempo perdido, es el tiempo de calidad invertido en uno mismo, ese que nos da la oportunidad de aclarar nuestros pensamientos, nuestras ideas, relajarnos, sacarnos los zapatos y conectarnos con la tierra madre o la madre tierra; ese tiempo que nos relaja y nos evita la muerte súbita.

    El tiempo así como lo conocíamos ya no existe, sino ese tiempo que pasa volando, esa queja de “ya es lunes otra vez”, esa protesta de “ya van a ser las doce y todavía no duermo”, ese tiempo desaprovechado que lleva a más gente a ingerir químicos para poder soñar y más químicos para poder despertar. “Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El mundo solo tendrá una generación de idiotas.”, afirmó años atrás Albert Einstein y temo que ya es verdad.

   Nos pasan los años, si tenemos suerte llenamos las expectativas: un buen trabajo en una buena empresa, una casa más que cómoda, un vehículo del año, un buen cónyuge, hijos en una escuela de prestigio y más bla bla bla, y aún no somos felices. Y todo lo mencionado se engloba en una sola cuestión ¿qué es aquello que nos hace felices?

    Es tan simple la pregunta, es tan compleja la respuesta, si me preguntan cuál es mi número de cédula, lo digo rápidamente; pero si me preguntan qué me hace feliz, me toma unos segundos responder. Lo que esencialmente me hace feliz, lo tengo reservado para después, para después de fin de año, para cuando tenga más dinero, para cuando esté en un estado satisfactorio en mi relación, para cuando alcance un mejor nivel académico, para cuando sepa un nuevo idioma, y así se pasa la vida, vacía y cargada de nada.

    En una típica película hollywoodense mencionaron una frase: “para escribir bien, debes escribir lo que sabes”, y es irónico, sé qué me hace feliz pero no me doy el tiempo de serlo a tiempo completo. “La felicidad se compone de pequeños momentos”. Mentira. Si la felicidad fuera solo una unión de pequeños momentos aislados en un promedio de setenta años de vida, el índice de suicidio se duplicaría o triplicaría.

    A mí me hace feliz escribir, me da felicidad leer libros que no necesariamente sean taquilleros, me gustan películas cómicas de las que no puedo sacar una mayor enseñanza que “la risa es el remedio infalible” (gracias Selecciones). Me emociona comprar un ejemplar de la mencionada revista, que creo que es más variada y rica culturalmente que cualquier revista de publicación científica. No tengo un gusto determinado de música y definitivamente no encajo en el perfil de mi carrera, las “cosas” más triviales me encantan. Amo la ciudad de Nueva York y todo lo que tenga que ver con ella, vería la serie Friends una y otra vez sin cansarme, subir al avión me emociona y reparo en los más mínimos detalles cuando viajo. Creo que la fotografía es arte pero más importante, es una forma de plasmar un lugar, un momento, una compañía que significó bastante en un momento determinado de nuestras vidas. Comería pastas cada día de mi vida y jamás podría cansarme, odio correr y amo caminar, y me emociona hojear revistas y enterarme qué hay de nuevo en la farándula internacional. No veo películas independientes, a no ser que sean exquisitas, no escucho música de Sabina y no leo mucha poesía por placer, exceptuando a Amado Nervo.

    Podría interpretarse que todo esto termina siendo un escrito de autoayuda con una pizca de chismógrafo de secundaria, pero no, no lo es. Es parte de quién soy y de lo que me hace feliz. Ahora la cuestión es: ¿sabemos todos, aquello que nos hace felices?, y ¿nos damos el tiempo para serlo?

Si no nos damos el tiempo de ser felices, a pesar de las expectativas, a pesar de la rutina, del horario, del tráfico, la contaminación, el clima, los asaltos y la falta de becas reales para personas comunes, entonces estaremos posponiendo nuestras vidas para mañana, sin temer que tal vez, hoy sea el último ayer, y hoy, “ayer”, fue el último mañana.

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