Hoy por hoy vivimos más tiempo, supuestamente, debido
al avance de la ciencia y la tecnología, (ya la gente no muere de peste ni
tuberculosis), o en algunos casos se vive mucho menos que las generaciones
pasadas (con todo y plagas e infecciones incluidas) debido a esa aceleración
que no se detiene hasta que Dios dice basta y nos pone en un cajón.
El mundo, hoy por hoy, sin importar en demasía el
origen de uno y dejando de lado las diferencias culturales que distinguen a los
seres humanos de entre sí; tiene expectativas. Las expectativas del ayer para
la mujer era conseguir un buen esposo, trabajador y que sea un buen padre, que
sepa brindar confort a su hogar; para el hombre era tener un buen trabajo que
le permita sustentarse y tener una vida cómoda en la que pueda mantener a su
esposa e hijos.
Hoy en día, las maneras, costumbres o hasta esa
palabra baúl, vaga y general “cosas”, cambiaron en demasía: se espera mucho de
todos.
Vivimos en una sociedad competitiva, en la que
importa el mejor promedio, el mejor perfil laboral, estudiar en una universidad
prestigiosa, conseguir un trabajo estable y bien remunerado, competir entre
géneros, orígenes sociales, razas, entre otras características. Competimos en
el día a día para lograr aquello que nos hará feliz. El problema principal
radica en que nos enfocamos tanto en el cómo durante nuestras vidas, que
perdemos de vista el qué.
Hace unos días leí una frase en una de las redes
sociales: “Hay quien espera toda la semana para que sea sábado, todo el año
para que sea verano, toda la vida para ser feliz.”, y de pronto me tomó por
sorpresa, no era una frase escogida al azar, es una frase que describe a la
mayoría de las personas que conozco e inclusive, tristemente, me describe a mí.
Hay tanto que quiero hacer, alcanzar, lograr, vivir
que no vivo o me olvido de hacerlo. Vivo en un país donde la méritocracia sigue
siendo el antibiótico en el medioevo, es así; se encuentra a siglos de ser
descubierta y evitar mayores desgracias. Desanima bastante el hecho de que
personas menos formadas que uno mismo obtengan sustanciosos salarios no
merecidos, o hechos simples y sencillos como no poder estudiar un Master en la
universidad que yo elija en mi propio país, debido a que mis circunstancias me
limitan a esperar que alguna beca me permita hacerlo.
Existe el eterno paradigma de: “dejo mi trabajo y me
voy a ser un estudiante full time en
el exterior”, que no es realista, ya que uno no debería de tener que elegir
entre un derecho y una responsabilidad.
La competitividad existe y yo me estoy quedando
atrás, vivo sin vivir, sin alcanzar mis metas que me tracé algunos años atrás.
Mientras en un país primermundista mueren de estrés y problemas cardiacos por
no descansar y trabajar y estudiar mucho, acá morimos de inanición, de sed de
educación y ya no podemos seguir culpando de nuestra realidad al Dr. Francia ni
al Mcal. López, ni al que haya estado de turno diez años atrás.
La culpable es esa cultura del “así nomás” de la que
todos los doctos ofendidos se quejan en las redes sociales, como si fuera a
cambiar algo. Todo se hace así nomás por acá: así nomás te medican, así nomás
rendís un examen, así nomás conseguís favores por amigos de peso pesado, así
nomás los perros hacen sus necesidades por la Avenida Carlos A. López y estás
loca si te molesta, y así nomás circula la cloaca en todo el microcentro de
Asunción, y así nomás no pasa el camión recolector a buscar la basura por días
y así nomás me pasan los días y no puedo seguir un postgrado cuyos cálculos de
pago son para petroleros en Dubái y probablemente deberían de cobrar en Dinar
Kuwaití.
Son distintos los problemas de un país así y un país
asá, pero caemos todos en el mismo problema, el eje central, el común
denominador: vivimos sin vivir.
Las expectativas son altas, hay muchísima
competencia, y el estrés no se acaba con un doctorado, el trabajo soñado, la
casa ideal ni la familia perfecta; simplemente no se detiene ahí.
Podría afirmar que existe una generación que no se
limita a las expectativas impuestas por la sociedad, sino que va más allá para
auto infligirse más presión y más presión porque nada de lo que logra es
suficiente.
Si uno lee un libro de autoayuda para tratar de
entender ese síntoma de estresado masoquista, es simplemente un idiota con baja
autoestima; si se inclina por la metafísica y la ley de la atracción e intenta
ser agradecido por lo que aún no tiene, es un hippie optimista; si uno se
vuelca a la religión o a la creencia en un dios, sea cual fuere, es un patético
sin vida propia; dicho sea de otra forma, el remedio tiene un precio demasiado
alto: ser juzgado por la sociedad.
Más de una persona con emociones aparentemente
estables, afirma que no repara en las opiniones de los demás, pero si esto
fuera cierto, el hombre sí sería una isla sin mayor preocupación. A todos en un
grado menor o mayor le importa lo que la sociedad cree, espera y piensa de cada
uno.
Todo aquello que alguna vez fue valorado por
generaciones anteriores, yace hoy en el olvido entre otros valores arcaicos que
se borraron con las nuevas tendencias; por mencionar algunas: el amor, sí ese
sentimiento inexplicable que hoy es ciencia, química, olfato, producto de un
momento espontáneo, algo reciclable, algo que se desecha, y listo. Leí otra
frase en las redes sociales, respuesta de un matrimonio que duró más de 65 años
hasta que uno de los dos partió de este mundo, cuando se le pregunta cómo
hicieron para durar tanto tiempo juntos, ella responde “vivíamos en una época
en la que las cosas no se desechaban, se arreglaban”. Esta es la generación del
“reciclemos sentimientos y agotemos los recursos no renovables”, irónico, ¿no?
Luego, el tiempo de calidad invertido en familia. Me asusta observar a los
integrantes de la sociedad elemental, sentados a la mesa, comiendo con el
celular en la mano, con los auriculares puestos; padres haciendo de choferes a
sus hijos sin el más mínimo tema de conversación, con la computadora prendida,
frente a la televisión y simplemente ya no hay tiempo para hablar de nada. Otro
tiempo perdido, es el tiempo de calidad invertido en uno mismo, ese que nos da
la oportunidad de aclarar nuestros pensamientos, nuestras ideas, relajarnos,
sacarnos los zapatos y conectarnos con la tierra madre o la madre tierra; ese
tiempo que nos relaja y nos evita la muerte súbita.
El tiempo así como lo conocíamos ya no existe, sino
ese tiempo que pasa volando, esa queja de “ya es lunes otra vez”, esa protesta
de “ya van a ser las doce y todavía no duermo”, ese tiempo desaprovechado que
lleva a más gente a ingerir químicos para poder soñar y más químicos para poder
despertar. “Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El
mundo solo tendrá una generación de idiotas.”, afirmó años atrás Albert
Einstein y temo que ya es verdad.
Nos pasan los años, si tenemos suerte llenamos las
expectativas: un buen trabajo en una buena empresa, una casa más que cómoda, un
vehículo del año, un buen cónyuge, hijos en una escuela de prestigio y más bla
bla bla, y aún no somos felices. Y todo lo mencionado se engloba en una sola
cuestión ¿qué es aquello que nos hace felices?
Es tan simple la pregunta, es tan compleja la
respuesta, si me preguntan cuál es mi número de cédula, lo digo rápidamente;
pero si me preguntan qué me hace feliz, me toma unos segundos responder. Lo que
esencialmente me hace feliz, lo tengo reservado para después, para después de
fin de año, para cuando tenga más dinero, para cuando esté en un estado
satisfactorio en mi relación, para cuando alcance un mejor nivel académico,
para cuando sepa un nuevo idioma, y así se pasa la vida, vacía y cargada de
nada.
En una típica película hollywoodense mencionaron una
frase: “para escribir bien, debes escribir lo que sabes”, y es irónico, sé qué
me hace feliz pero no me doy el tiempo de serlo a tiempo completo. “La
felicidad se compone de pequeños momentos”. Mentira. Si la felicidad fuera solo
una unión de pequeños momentos aislados en un promedio de setenta años de vida,
el índice de suicidio se duplicaría o triplicaría.
A mí me hace feliz escribir, me da felicidad leer
libros que no necesariamente sean taquilleros, me gustan películas cómicas de
las que no puedo sacar una mayor enseñanza que “la risa es el remedio
infalible” (gracias Selecciones). Me emociona comprar un ejemplar de la
mencionada revista, que creo que es más variada y rica culturalmente que
cualquier revista de publicación científica. No tengo un gusto determinado de
música y definitivamente no encajo en el perfil de mi carrera, las “cosas” más
triviales me encantan. Amo la ciudad de Nueva York y todo lo que tenga que ver
con ella, vería la serie Friends una
y otra vez sin cansarme, subir al avión me emociona y reparo en los más mínimos
detalles cuando viajo. Creo que la fotografía es arte pero más importante, es
una forma de plasmar un lugar, un momento, una compañía que significó bastante
en un momento determinado de nuestras vidas. Comería pastas cada día de mi vida
y jamás podría cansarme, odio correr y amo caminar, y me emociona hojear
revistas y enterarme qué hay de nuevo en la farándula internacional. No veo películas
independientes, a no ser que sean exquisitas, no escucho música de Sabina y no
leo mucha poesía por placer, exceptuando a Amado Nervo.
Podría interpretarse que todo esto termina siendo un
escrito de autoayuda con una pizca de chismógrafo de secundaria, pero no, no lo
es. Es parte de quién soy y de lo que me hace feliz. Ahora la cuestión es:
¿sabemos todos, aquello que nos hace felices?, y ¿nos damos el tiempo para serlo?
Si no nos damos el tiempo de ser felices, a pesar de
las expectativas, a pesar de la rutina, del horario, del tráfico, la
contaminación, el clima, los asaltos y la falta de becas reales para personas
comunes, entonces estaremos posponiendo nuestras vidas para mañana, sin temer
que tal vez, hoy sea el último ayer, y hoy, “ayer”, fue el último mañana.
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